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21 de diciembre de 2012

Dag, Daga y el troll, por Harald Österson

Una de las mejores cosas que tiene el invierno es poderse quedar una tarde en casa, junto al fuego (una estufa o un radiador en su defecto), encandilarse con las llamas, con las luces del árbol, con el vaho en las ventanas...  recordar historias y conocer otras nuevas. A pesar de que encontré el cuento sueco de Dag y Daga por casualidad, rápidamente se convirtió en uno de mis preferidos, una hermosa versión del relato del viaje al Inframundo, que va enumerando las pruebas que se presentan en el descenso, y la manera de superarlas. Espero que la disfrutéis tanto como yo.
Feliz Solsticio :)


Dag, Daga y el troll volador del Montecielo, por Harald Österson.



Cuando Dag y Daga se quedaron huérfanos, todo el mundo creyó, igual que ellos, que acabarían por perecer en la miseria. Pero después de los peores momentos del luto, se advirtió que los dos niños, que de forma tan inesperada se habían quedado solos en la aislada cabaña, tenían buena madera. Cuidaban muy bien de sus cabras, que les daban abundante leche, y también recogían frutas y setas que Dag cambiaba a veces por un poco de harina. 

Daga cocía polenta y hacía pan como una auténtica madre, aunque fuera tan pequeña, y Dag fue pronto tan hábil con el arco como lo había sido su padre. En aquella época a nadie le preocupaba que se matara a los animales del bosque; por el contrario, todo el mundo podía cazar cuanto quisiera. A veces llegaba Dag a casa con una liebre, y otras, con un urogallo. Alguna vez hasta había cazado un corzo, de forma que no pasaban hambre. Así vivían los dos hermanos año tras año, protegiéndose el uno al otro.

Una vez que Dag había salido de caza, tardó más de lo normal en regresar a casa. Daga se quedó toda la tarde y toda la noche esperando, pero él no volvió. Entonces salió a buscarle. Sospechaba más o menos hacia dónde podía haberse dirigido, pero en realidad empezó a buscarle a ciegas. 
A mediodía llegó a un lugar donde crecían muchas zarzas altas. De repente dio un grito de alegría. Su hermano tenía que estar allí dentro. Porque se veía sobresalir su gorro, con la pluma que ella misma le había puesto, por encima de las zarzas. Muy contenta se acercó rápidamente. Pero cuando estaba más cerca vio que se trataba únicamente del gorro, que estaba colgado de una de las ramas más altas. A un trecho de allí se podía ver también su aljaba de flechas y el arco. Pero no se veía ningún rastro del cazador. 
Las zarzas crecían tan espesas que era totalmente imposible acercarse a donde había dejado las cosas. -¿Cómo es posible que haya llegado hasta aquí? - se preguntaba Daga, después de haber intentado durante horas penetrar entre las zarzas-. No podré entrar si no voy por un hacha y corto las zarzas. Se dió prisa en hacerlo, y cuando por fin tenía en sus manos las pistas que había dejado el hermano tras de sí, ya era de noche.

Al día siguiente, al amanecer, ya estaba Daga levantada. Primero se preparó un poco de comida y la envolvió en un paquete. Después soltó a las cabras, para que se alimentaran lo mejor que pudieran, mientras ella estuviera fuera. Y luego cogió un bastón de paseo y salió andando en busca de su hermano. Los vecinos más próximos estaban muy lejos, y cuando por fin se encontró con ellos, no pudieron prestarle ninguna ayuda. 
- Si le ha pasado algo horrible, no podrás tú, que no eres más que una niña, encontrarle y salvarle -dijeron-. Será mejor que lo abandones a su destino y te pongas a trabajar aquí con nosotros. Porque de ese modo tendrás casa, hogar y pan todos los días, y no tendrás que pasar por situaciones peligrosas. Pero si sigues buscando a tu hermano, seguramente desaparecerás tú también. 

Daga comprendió que era muy peligroso lo que se proponía, pero no podía dejar a su hermano a la suerte del destino. Por eso dijo adiós, y continuó su camino. Anduvo por extensos bosques y atravesó altas montañas, y muchas veces se encontró tan cansada, tan cansada, que las piernas se le doblaban. Pero tan pronto como había descansado un poco, continuaba su camino. Con frecuencia se veía obligada a pasar la noche en el bosque tendida en una cama de musgo, bajo algún abeto. 
Entonces, con frecuencia, temía que la fueran a matar los animales salvajes. Pero no lo hicieron. ¿Y sabes por qué? Pues verás: Daga no estaba sola, aunque ella lo creyera. Si hubiera podido ver todo bien de verdad, se hubiera dado cuenta de que alguien la seguía desde que dejó la pequeña cabaña del bosque. Era un hombre pequeño, pequeño, con una cara tan arrugada que parecía enormemente viejo. Comprenderás, claro, que era el gnomo de la pequeña casa. Cuando ella se dormía, él se sentaba siempre al lado de su lecho, y si aparecía algún lobo u otro animal malo que la quería hacer algún daño, le miraba tan fijamente que éste se apresuraba a largarse enseguida.

Una mañana, cuando Daga había andado un par de horas, se sentó para descansar encima de una piedra cubierta de musgo. El bosque estaba tan hermoso y fresco de rocío, y en las copas de los pinos había tantos pinzones alegres, que si no hubiera sido porque llevaba una gran pena dentro de sí, podría haberse sentido enormemente feliz. De repente, se oyeron ladridos de perros y el son de una corneta y, al rato, apareció dirigiéndose hacia ella un espléndido príncipe vestido con un magnífico atuendo de caza. Cuando la vio, se quedó inmóvil por un momento y se limitó a contemplarla. Después se dirigió a sus acompañantes, que le habían dado alcance, y les dijo:
- ¡Mirad qué hermosa princesa del bosque! Ella va a ser mi esposa. Daos prisa en ir a buscar al palacio de caza una silla de manos y llevadla hasta allí.

Cuando la chica comprendió de qué se trataba se arrodilló delante del príncipe y le dijo:
-Dejadme marchar, querido señor, porque estoy buscando a mi hermano, que seguramente ha caído en manos de poderes malvados. No puedo ser tu esposa, porque no soy ninguna princesa del bosque, sino la hija de un pobre cazador.
Pero el príncipe contestó enseguida:
- Se hará lo que he ordenado. Mis sirvientes buscarán a tu hermano.
Después de un rato llegaron con la silla de manos, y Daga tuvo que acceder a ser llevada al palacio, lo quisiera o no. Allí la condujeron a uno de los salones y, por orden del príncipe, la vistieron las doncellas con un precioso vestido blanco. Después le puso el príncipe una corona de oro en su cabeza y pulseras doradas en los brazos.
-Esto -dijo- es mi regalo de bienvenida para ti, y te pertenece tanto si quieres ser mi esposa como si no. Dicho esto, la condujo a una magnífica sala, donde estaban reunidos muchas damas y caballeros nobles. Y durante toda la velada tuvo que estar sentada a su lado, y él se comportó con ella con la misma educación y atención que si hubiera sido una verdadera princesa.

Cuando la fiesta hubo terminado y ella se disponía a retirarse a su dormitorio, escuchó por casualidad una conversación entre dos de los sirvientes que estaban hablando en un pasillo oscuro.
-¿Tú puedes entender que siete amigos nuestros hayan sido mandados a buscar a un cazador, porque por lo que parece se ha perdido en el bosque? - dijo uno de ellos.
-Sí, lo sé -dijo el otro-, pero ellos dijeron que no iban a hacer caso. Solo se van a ausentar un par de días para divertirse y luego volverán diciendo que no lo han encontrado.
-¿Cómo podrían, además, encontrar a ese cazador? Seguramente habrá caído ya en poder de los trolls. Desgraciadamente, éstos abundan mucho últimamente por esta comarca -añadió un tercero.

Puedes imaginarte cómo se sintió Daga al oír esta conversación. Tan pronto hubo subido a su alcoba, se apresuró a recoger sus pertenencias. Las juntó todas haciendo un pequeño hatillo y salió del palacio, tan silenciosamente y con tanto cuidado, que nadie la vio. Anochecía ya, pero no podía quedarse tranquilamente en aquel hermoso dormitorio, sabiendo que nadie iba a hacer nada por ayudar a su hermano.
Con la corona de oro en la cabeza y vestida con el traje blanco, caminó por debajo de los abetos altos y lúgubres. Muy cerca, detrás de ella, iba el gnomo de la cabaña del bosque. Éste había sido muy bien recibido por el gnomo del palacio, que le había vestido con un traje de terciopelo y zapatos puntiagudos. Pero, claro, cuando Daga abandonó el palacio, también él tuvo que dejarlo.

Se hacía cada vez más de noche. Entonces vio Daga cómo dos grandes y horribles cabezas de troll, que estaban tumbados en tierra, se asomaban y brillaban rojizos como toronjas. Parecía como si sus manos gigantes quisieran arrastrar hacia sí todo lo que pudieran. Pero aunque casi se quedó tiesa de miedo, no quiso volver a la seguridad de palacio. Los trolls se acercaron cada vez más, pero de repente se pararon. Parecía que hubieran visto algo detrás de ella, algo que les asustaba.

Cuando empezaba a amanecer. Daga se sentó a descansar un poquito. Se encontraba ya tan alejada del palacio y tan bien escondida entre tupidas malezas, que estaba segura de que nadie la podía encontrar y llevarla de regreso. Ahora por fin tenía tiempo de quitarse la corona de oro, el traje blanco y los brazaletes dorados. Metió todo en su hatillo y, a continuación, se puso la ropa vieja.

Tras haber caminado hasta bien entrada la noche, se encontró con una niña pequeña y fea. No estaba segura de si se trataba de un troll o de una persona. Pero, puesto que tenía aspecto de persona, hizo lo que siempre hacía cuando se encontraba con alguien, y comenzó a hablar de su hermano desaparecido pidiendo consejo sobre la manera de dar con él.
-Si me das un vestido de princesa - dijo la pequeña y fea-, te diré quién ha raptado a tu hermano. Mientras decía esto, echó una mirada de desprecio a los harapos que llevaba Daga, como si hubiera querido decir: probablemente debes tener muchos vestidos como ése.
-¡Claro que te puedo dar un vestido de princesa! -dijo Daga, y sacó el vestido que le había regalado el príncipe. Se notó claramente que la pequeña feúcha no había contado con algo parecido. Ahora le hubiera gustado poder retirar su palabra, pero ya no podía.
-¡Ha sido el troll volador del Montecielo quien lo ha raptado! -exclamó con rabia-. ¡Y si vas allí, también te cogerá a ti!
Dicho esto arrancó el vestido de las manos de Daga y se marchó. - El troll volador del Montecielo - dijo Daga, y ya no pensó en otra cosa que en cómo llegar al Montecielo.

Después de haber andado durante siete semanas, vio por fin delante de sí el Montecielo, tan alto, empinado y terrible. Arriba, en la cima, se veían las torres y los pináculos de un lúgubre palacio. Durante tres días enteros estuvo la niña dando vueltas alrededor del pie de la montaña para buscar un sitio por el que trepar hacia la cima. Pero no lograba encontrar ningún camino. Toda la montaña era como una pared lisa. La tarde del tercer día se encontró con un pequeño y deforme enano.
-Buenas tardes, querido amigo - dijo-. ¿Usted me podría enseñar algún sitio por el que pueda subir a esta montaña?
- Sí, lo puedo hacer -dijo el enano con una risa malvada-, si me das por la molestia dos pesados anillos de oro - y empezó a reír de nuevo.
- Aquí los tienes - dijo la chica. Y dicho esto, sacó los brazaletes que le había regalado el príncipe. En ese instante acabaron las risas del enano, que se quedó tan sorprendido como enfadado. Pero tenía que cumplir su promesa, y condujo a la niña a un sitio donde había una grieta que subía en zig-zag por toda la pared de la montaña.
-Por aquí se puede subir si uno es muy fuerte, ágil y resistente y no siente vértigo con facilidad - dijo-. Pero lo más probable es que te caigas y te rompas el cuello. Con eso siguió su camino.

Tan pronto como hubo salido el sol a la mañana siguiente, empezó Daga a subir por la montaña. Se trataba de algo agotador, difícil y peligroso, porque la mayoría de las veces sólo había pequeños salientes para apoyar sus pies y sus manos. Sin embargo, había sitios donde la grieta era más profunda e iba más en línea recta, de forma que podía sentarse e incluso tumbarse para descansar un poco. Pero si hubiera tenido un descuido, por mínimo que fuera, se habría caído. Tuvo que tener también mucho cuidado en no mirar hacia abajo, para evitar el vértigo. Durante tres días multiplicados por tres continuó trepando por la montaña, hasta que por fin llegó arriba. El sendero que llegaba hasta el palacio troll pasaba por entre puntiagudas rocas y parecía como si los bloques salientes se fueran a desprender de un momento a otro.

Mientras caminaba a lo largo del sendero dejó escapar de repente un enorme grito. Había visto cómo se asomaba por entre una de las rocas la cabeza de su hermano. Su cara estaba pálida, pero se notaba que por lo menos aún estaba vivo. Y entonces él la vio.
-¡Huye, huye, hermana querida! -gritó.
-No he caminado por un bosque de cien millas y subido por una montaña tan alta como el cielo, para escapar cuando ya estoy tan cerca de la meta - contestó la hermana-. He venido para salvarte.
-No lo puedes hacer -dijo el hermano-. Aquí solamente te espera un horrible cautiverio. Después de que el troll me trajo volando hasta aquí, me puso a trabajar como un esclavo forjando oro con un martillo. Como no podía ni quería aprender, el troll me metió en esta roca por arte de magia. Todo mi cuerpo está metido en la montaña. Sólo puedo mover un poco la cabeza. 


Daga se echó las manos a la cara y lloró amargamente, pero luego se apresuró a llegar al palacio troll. Allí dentro estaba el terrible troll volador sentado en un alto y dorado trono, y a su alrededor había una multitud de enanitos martilleando y forjando. Cuando Daga entró, todos se quedaron tan sorprendidos, que soltaron lo que tenían en sus manos.
-¡Por favor, bondadoso troll volador! - dijo Daga-. ¡No dejes a mi hermano estar más tiempo metido en la roca, déjale venir conmigo a casa!
-¿Has venido trotando desde tan lejos hasta aquí creyendo que yo lo soltaría sólo porque tú me lo pidas? -dijo el troll-. Entonces eres verdaderamente tan tonta, que debes pagar por ello. Si eres capaz de conseguir una corona de reina de auténtico oro antes de que me dé tiempo de contar hasta tres, podréis tú y tu hermano salir de aquí en paz. Pero, si no lo puedes hacer, te lanzaré tan alto que no se te verá, y luego te dejaré caer exactamente frente a las narices de tu hermano.

Cuando el troll acabó de decir estas palabras empezaron a reírse con tales carcajadas él y los enanitos, que podría haberse metido por sus abominables bocas la mitad de un buey. Luego empezó el troll a contar, pero no le dio tiempo más de llegar hasta dos, porque Daga ya había sacado la corona de oro y la había tirado encima de su mano negra, que tenía garras en lugar de dedos. 



Deberías haber visto la cara de tonto que pusieron el troll y los enanitos. Pero el troll tuvo que cumplir su palabra, a pesar de su furia, y pronto estuvieron Dag y Daga felizmente de camino a casa. Entretanto, el príncipe alegre no había podido olvidar a la chica del bosque. Al fin se enteró por la doncella que había acompañado a Daga a su dormitorio, de la conversación que Daga había escuchado casualmente, y entonces comprendió por qué se había marchado. Los sirvientes mentirosos fueron severamente castigados, y luego salió él mismo en busca de Daga.

Cuando por fin la encontró, hacía ya mucho tiempo que ella y su hermano habían llegado a su vieja cabaña del bosque. Y ya no podía Daga continuar negándose, cuando el príncipe le pidió de nuevo que accediera a ser su esposa. Por supuesto, se enteró de la hermana tan fiel y valiente que era, y de todo lo que había hecho para liberar a su hermano. Y fueron muy felices. De este modo Daga no perdió nada cuando abandonó el seguro palacio de caza y se metió entre los trolls para salvar a su hermano.

Fuente original del texto: "Cuentos suecos" narrados por E. Beskow y otros. Ed.: Anaya. Madrid, 1986. Visto en el blog: Cuentos de Hadas 
Imágenes de John Bauer (1882-1918), Fuente: A Polar Bear's Tale.


19 de diciembre de 2012

Epitalamio dedicado a Afrodita, Safo

John William Godward, An offering to Venus, 1912


 Dedicado a Afrodita

¡Sal de Creta y ven a este templo
sagrado, en donde por ti esperan
un huerto riente de manzanos
y altares que huelen a incienso,
y donde el agua fresca arrulla
entre las ramas, y sombrean
rosales el lugar, y cae
sopor de las hojas que tiemblan;
y donde un prado en el que pacen
caballos, da flores del tiempo
de primavera, y donde el aire
sopla con dulzura...
ven aquí, Cipria, ...
y en estas copas de oro vierte,
graciosamente, adicionándolo a nuestro festival, el néctar.

Safo (Lesbos, 600 a.n.e.)
Epitalamios*.

*El epitalamio es un subgénero de la poesía lírica griega, un canto de boda, después continuado por los romanos. Se cantaba durante los rituales de boda por coros de jóvenes y doncellas acompañados de instrumentos musicales. 


16 de diciembre de 2012

Solsticio de invierno: Descenso hacia la luz


Fuente


Desde niños vemos sucederse las estaciones en el mundo que nos rodea; de celebración en celebración decoramos aún las escuelas y nuestras casas dando la bienvenida al tiempo de las flores, al del trigo dorado, al de las hojas caídas y al de la nieve. Sin importar cuál sea nuestra preferida, y al menos mientras somos niños, comprendemos que cada estación tiene su propia corte y nos colma de regalos que sólo ella puede dar.

A medida que acumulamos años, las estaciones empiezan a sucederse también en nuestras vidas. Sin embargo, desconectados de lo que en realidad somos, en lugar de dar la bienvenida a las primaveras, veranos, otoños e inviernos que se suceden en nuestro interior nos quejamos de las particulares  bendiciones que traen a nuestra existencia.

Se acerca el solsticio de invierno, la noche más larga del año, en la que un sólo fuego puede revivir la esperanza del retorno del sol. Para muchas personas es un tiempo lleno de recuerdos a veces alegres y dolorosos al mismo tiempo. Son días de dibujar en el vaho de las ventanas, de ralentizarse un poco al caminar por la calle para prestar atención al olor de alguna chimenea encendida o al brillo de las luces, tiempo de tomar chocolate caliente una mañana de domingo, de repartir abrazos, de aventurar proyectos futuros e incluso de pedir deseos...

Pero cuando el otoño ha pasado por nuestros corazones, llevándose todo cuánto podía ser llevado, cuando las hojas caídas, se han convertido en tierra que las lluvias arrastran, hemos descendido lejos de todo, y de todos, dejando atrás como una vieja piel, como una máscara rota, gran parte de aquello que creíamos ser.  
En la noche más larga, lo que queda de nosotros se hunde en la tierra, siguiendo las propias raíces hacia el Inframundo del que nace la realidad que habitamos en la vigilia. Una realidad que creamos con algún fin - aún cuando lo desconozcamos- y que, terminado su ciclo, se agota, palidece y debe ser renovada, volver a encenderse desde este centro sagrado, para mantenernos conectados a la Vida.

Así como la Osa trae al mundo a sus cachorros en el fondo de una cueva de la que no saldrán hasta la primavera, es posible que en el exterior pasen los meses sin ver aflorar los resultados de esta renovación; pero uno sabe que llegarán con la misma certeza que se tiene de que las semillas germinarán, que los brotes surgirán de la tierra y que, a su debido tiempo, el fruto maduro estará en nuestras manos.

Siempre a la Vida sigue más Vida, y tras cada Ciclo más que un descanso, hay un necesario acondicionamiento para lo que ha de venir. Siempre obtenemos aquello que en lo profundo deseamos, aún cuando esto nos lleve por senderos insospechados; y si hemos hecho bien nuestro trabajo, es posible que incluso obtengamos más, aunque no siempre nos sintamos preparados o dispuestos a aceptar esas bendiciones y las recibamos con alguna que otra lágrima entre nuestras alegrías. 


9 de diciembre de 2012

Habitación de otoño, Gabriel Ferrater


Robert Hurley, Reflect Puddle, sf



La persiana, no del todo cerrada, como
un espanto que se retiene de caer en tierra,
no nos separa del aire. Mira, se abren
treinta y siete horizontes rectos y delgados,
mas el corazón els oblida. Sin añoranza
se nos va muriendo la luz, que era color
de miel, y ahora es color de aroma a manzana.  
Que lento el mundo, que lento el mundo, que lenta
la pena  por las horas que se van
deprisa. ¿Di, te acordarás
de esta habitación?

"La quiero mucho.
Aquellas voces de obreros - ¿Qué son?"
Albañiles:
Falta una casa en la cuadra.
"Cantan,
Y hoy no los oigo. Gritan, rien,
Y hoy que callan se me hace raro".

Qué lentas
las hojas rojas de las voces, qué inciertas
cuando vienen a enterrarnos. Dormidas,
Las hojas de mis besos van cubriendo
Los rincones de tu cuerpo, y mientras olvidas
Las hojas altas del estío, los días
Abiertos y sin besos, muy en el fondo
El cuerpo recuerda: aún
tu piel es mitad de sol, mitad de  luna.
  Gabriel Ferrater



Fuente original: Selecció de poesía catalana.

 

5 de diciembre de 2012

Sorteo III Aniversario Ouróboros Webring



Este 21 de diciembre Ouróboros cumple tres años, y para agradecer a todos los que habéis confiado en este proyecto, hemos pensado algo especial. Hemos seleccionado tres libros, muy distintos entre sí pero todos tremendamente interesantes, que vamos a sortear entre todos los seguidores suscritos a nuestra página de Facebook que a partir de hoy y hasta el día 31 de este mes, publiquen en ella una frase, texto o imagen relacionados con el paganismo y/o la brujería (por supuesto, dando crédito a su autor).

El sorteo se realizará el 1 o 2 de enero de 2013, y en él puede participar cualquier persona desde cualquier lugar del mundo, siempre que cumpla los requisitos. Los tres afortunados tocados por el azar elegirán por orden qué libro prefieren que les enviemos:

-
Donde Reside la Brujería (Doreen Valiente): Reciente traducción al español del primer libro de Valiente, un clásico imprescindible. Más información en http://donderesidelabrujeria.com/

-El Héroe de las Mil Caras (Joseph Campbell): Campbell señala las coincidencias entre diversos mitos, pasajes religiosos, leyendas, tradiciones y sueños personales de diversas culturas y épocas alrededor del mundo, aplicando el estudio de los símbolos y los arquetipos propuestos por Carl Gustav Jung para presentar las mitologías como una manifestación de la mente humana encaminados a representar y resolver algunos dilemas de la especie.

-La Magia de la Tierra: Actividades mágicas en honor a la Tierra para padres e hijos (Cait Johnson y Maura D. Shaw): Actividades prácticas y fáciles de realizar, como hablar con los animales, hacer una almohada de sueños, preparar máscaras, vestidos y amuletos... que ayudan a recuperar las raíces espirituales en la vida cotidiana y crear rituales para introducir a los niños en las festividades estacionales.


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18 de noviembre de 2012

Interiores

Poul Friis Nybo (1869-1929), Interior con mujer leyendo.

El invierno es justo, restituye la luz
a su límite más puro,
mezcla presencia y olvido en el corazón de las doncellas
y nos incita quietamente a la ternura.

Todo el verano hemos holgado
y ahora los caminos se afilan y se precisan
y el ladrido de los perros en la noche
es impresionantemente próximo.

Volveremos a la perdida intimidad
y a los viejos libros de siempre,
como quien regresa a la casa del padre,
un poco menos puros
pero quién sabe si un poco más dóciles al mensaje.
Miquel Martí i Pol, L'arrel i l'escorça, 1975
 
A mediados de otoño cerré los ojos por un momento y sentí como si cerrara dos grandes ventanas, me diera la vuelta y me quedara sola en una estancia conocida y extraña al mismo tiempo. Los abrí rápido y seguí tecleando, con la sensación de haber dejado alguna tarea pendiente y la promesa de regresar más tarde a ella. La visión de este espacio íntimo, solitario y esencialmente desnudo en el que de una manera u otra, vamos acumulando todo tipo de trastos, vuelve una y otra vez. Necesitamos un tiempo para separar aquellos pensamientos que han envejecido mal y observar por última vez esos miedos y esperanzas nuestros, ya caducos, que sólo esperan nuestro permiso para partir en paz.

En estas fechas el mundo se despide para renovarse y el aire se puebla de fantasmas. A menos que se lo impidamos, también algo en nuestro interior trabaja discretamente reordenando el contenido de nuestra mente, sonriendo de vez en cuando al imaginar qué consecuencias tendrá su labor en el exterior, en nuestras vidas, al llegar la primavera. Pero por el momento, todo lo que sabemos, es que el frío se extiende y el paisaje, e incluso las calles transitadas de la ciudad, se tornan progresivamente silenciosos a medida que la oscuridad nos envuelve.

A veces, en días como estos, queremos permanecer solos y no hablar demasiado, para volver a nosotros, a nuestros cuerpos, a esos sueños accidentalmente relegados con la carrera de los días. Algo desde dentro nos exige parar, nos obliga al menos a ralentizarnos, y nos trae de la mano el recuerdo de nuestros muertos amados, los que ya no están, los que perdimos, los que ya no somos; nos trae a tantos buenos compañeros que partieron, y también a aquellos enemigos que de una manera u otra, a base de adversidad, pasaron a formar parte de nuestro círculo íntimo, sin los cuales no sabríamos explicarnos demasiadas cosas.

Es el tiempo de las verdades, más redentoras que dolorosas, que finalmente nos atrevemos a decir en voz alta frente al espejo, aunque para rescatarlas sea necesario adentrarse en el pozo oscuro al que hace tanto tiempo las arrojamos. Y es tiempo de aceptación de todo aquello que, sencillamente, nos sobrepasa y escapa de nuestro control. Días tal vez algo tristes, de silenciosa belleza, en los que una ligera melancolía de origen ignoto parece cubrirlo todo. Días que son como quedarse mirando la lluvia tras los cristales, en los que todo lo que podemos hacer es dejar que pase el tiempo, que caigan las gotas y fluyan riachuelos en el asfalto. Dejar que pase todo recuerdo y todo pensamiento, como una parvada de alas translúcidas que emprende su última migración; sin asustarse, sin enfadarse, sin tratar ya de arreglar nada, sin sentir el impulso de salir corriendo. Permanecer quieto y tranquilo y permitir que todo pase, nada más.

Después de la lucha y del gozo, de los esfuerzos y los resultados, de todo lo bueno y todo lo malo, dejar por un momento la corrientes de emociones que pueden discurrir por nuestra vida, y permanecer quietos, rendirnos ante la Vida con las manos abiertas, sin pretender atesorar nada, sin rechazar nada de lo que quiera venir.


11 de noviembre de 2012

Tu ya no estás y florecerán las rosas...



Veronica Winters, Moonlit Tree, 2007

CARTA A DOLORES

Me cuesta imaginarte por siempre ausente.
Tantos recuerdos de tí se me acumulan
que ni dejan lugar a la tristeza
y te vivo intensamente sin tenerte.
No quiero hablarte con voz melancólica,
tu muerte no me quema las entrañas,
ni me angustia, ni me quita el gozo de vivir;
me duele saber que no podremos compartir
nunca más el pan, ni hacernos compañía;
pero de este dolor saco la fuerza
para escribirte estas palabras y recordarte.
Más tenazmente que nunca, me esfuerzo en crecer
sabiendo que tú creces conmigo: proyectos,
ilusiones, deseos, cobran impulso
por ti y contigo, por muy distantes que te sean,
y contigo y por tí sueño cumplirlos.  
Te me haces presente en las pequeñas cosas
y es en ellas donde te pienso y te evoco,
seguro como nunca de que la única esperanza
de sobrevivir es amar con fuerza suficiente 
para convertir todo lo que hacemos en vida
y acrecentar la esperanza y la belleza.

Tu ya no estás y florecerán las rosas,
madurarán las mieses y el viento tal vez 
despertará secretas melodías;
tu ya no estás y el tiempo ahora me transcurre 
entre el recuerdo de ti, que me acompañas,
y aquel esfuerzo, que bien conoces,
de persistir cuando nada nos es propicio.
Desde estas palabras muy tiernamente te pienso,
mientras la tarde muy suavemente declina.
Todos los colores proclaman vida nueva
y yo la vivo, y en tí se me representa
sorprendentemente vibrante y armoniosa. 
No volverás nunca, pero perduras
en las cosas y en mí de tal manera,
que me cuesta imaginarte por siempre ausente.


Miquel Martí i Pol, Llibre d'absències, 1984
(Traducción de la casa).

30 de octubre de 2012

La Muerte y la doncella


J.P. Lynch, Dead and the Maiden, 2010

Traducción de extractos de La jeune fille et la mort, de Céline Fons.

Nacimiento y evolución del tema
El tópico de la Muerte y la doncella hunde sus raíces en las antiguas tradiciones mitológicas: entre los griegos, el rapto de la diosa Core (Proserpina) por Hades, dios del Inframundo, es una de las fuentes más antiguas que se conocen.  A este primer encuentro de la doncella con la Muerte lo siguió rápidamente el sacrificio de Ifigenia, en el marco de las leyendas de la guerra de Troya, y por otros mitos etiológicos propios a la ciudad de Atenas.

Volveremos en detalle a estas leyendas fundacionales que unen a dos personajes antagonistas e inesperados, ofreciendo una base de inspiración a los futuros artistas. Pues es esta antigua visión la que se plasmó a finales del siglo XV convirtiéndose en el tópico de la doncella y la Muerte.  Este tema encontrará su cúspide entre los artistas alemanes del Renacimiento, pero se localizará también entre los poetas Ronsard e Hugo, y en las pinturas del Romanticismo del siglo XIX.  
A mediados del siglo XIV, la gran epidemia de peste diezmó cerca de un tercio de la población europea. Es lo que se ha llamado a menudo "el declive de la Edad Media", entre numerosas guerras y epidemias que afectan Europa. La Muerte se halla en el centro de lo cotidiano,  omnipresente en estos tiempos oscuros. Existe una verdadera fascinación por la gran segadora, de la que se guardan numerosos testimonios a través de los tópicos de la Danza Macabra, la Muerte y la doncella y el Triunfo de la Muerte. Esta obsesión se basa sobretodo en el esplendor de los vivos y la inevitable putrefacción que acompaña a la muerte. Sobre este contraste se apoya gran parte de la iconografía europea de la muerte. 
En casi todas las Danzas macabras figuraba ya un encuentro de la Muerte con una hermosa dama o una encantadora doncella; y también aparece una mujer joven en el tópico de las Tres edades y la Muerte. En ambos casos no existe traza alguna de erotismo. Con la Muerte y la doncella se creó un nuevo vínculo en la mentalidad de la época: se descubrió el oscuro lazo que existe entre la sexualidad y la Muerte, que más tarde estudiarían los psicoanalistas.  
En este tipo de representaciones, la doncella no es arrastrada a un baile, sino a un intercambio sensual, que se erotizará progresivamente con el paso del tiempo. La intimidad va ganando importancia. Sin embargo, a pesar de la sensualidad de este nuevo género, no se olvida la moraleja: se evoca siempre el carácter efímero de la vida, de la feroz belleza de la mujer. Su cuerpo, su rostro, sus cabellos y su pecho devendrán alimento para los gusanos. (...) 


Sentido y símbolos ocultos


Flor Marchita
¿A qué se debe esta profunda atracción por un sacrilegio como éste? ¿Por qué querer representar la muerta en el rostro de la juventud? "La Muerte y la doncella" es un tópico a la vez fascinante y chocante pues pone en escena lo impensable: la juventud enfrentada a la Muerte, fuera del orden natural de las cosas. la lógica pide que los padres partan antes que los hijos, que la Muerte se lleve a los viejos y a los enfermos, y la visión de la juventud en su esplendor y belleza no puede ser sino un crimen, una injusticia. ¿Cómo puede llevarse a quien no ha tenido tiempo de vivir? Esta imagen se ve reforzada por la imagen dulce e inocente de la joven muerta, que no parece merecer su trágico destino. No disfrutará de una boda, no conocerá el gozo de ser madre. Es un grito de revuelta e impotencia ante este drama.  
Pero al mismo tiempo, la Muerte la congela en su edad más bella, en la cúspide de su esplendor, y la doncella no conocerá el peso de los años, la decrepitud. No contará sus cabellos blancos ni recordará con nostalgia la época de su juventud. El tiempo se detiene y le da el poder de permanecer eternamente joven y hermosa en el recuerdo de los hombres.  Entre los antiguos griegos, existía el concepto de la "Bella Muerte" en la que se consideraba mejor morir joven y cubierto de gloria que viejo y amargado; se obtenía así la inmortalidad y la seguridad de que sus hazañas se citarían durante generaciones. ¿Acaso no se habla hoy del destino trágico de la joven Tarentina o de Ofelia? ¿Las imaginamos viejas y arrugadas al lado del fuego?
Erotismo
Pero el tópico de la "Muerte y la doncella" evoca también pensamientos más sombríos, como la visión de los gusanos moviéndose sobre un hermoso rostro en descomposición, o la sangre  corriendo de la herida en el cuello. Denuncia de la fragilidad de la belleza, pero también fascinación por lo mórbido que recuerda ciertos poemas de Baudelaire sobre la Belleza: aquella que lleva en sí la Muerte y la fealdad, a imagen de las Flores del Mal. ¿Una belleza mortífera? La joven y la Muerte recuerda la ambigüedad de la mujer, portadora de vida y de muerte, tal como la bruja. 
La muerte de la doncella mezcla dos conceptos que Freud llamó Eros y Thanatos, las pulsiones sexuales y agresivas, que están constantemente relacionadas. Los griegos contaban que los ancianos sacrificaban una joven virgen antes del combate, con el fin de excitar el ardor guerrero de las tropas. La joven recibe un corte en la garganta, que tal vez sea el nacimiento del pecho, lugar de seducción por excelencia. El sacrificio de una joven virgen es un acto erótico, aún más cuando la sangre corre y la asimilación de la ceremonia de inmolación a un matrimonio no se hace sin recordar una desfloración.  
Relacionar a la joven con la muerte, bajo la imagen de un espantoso esqueleto, es redefinir el vínculo con la sexualidad. Nacemos de un corte (con el cordón, con la madre...) y el acto sexual permite volver a la unión, a la armonía de los cuerpos, una especie de inmortalidad del instante. La pulsión de vida se alía a la de muerte, es el principio del acto creador que mezcla vida y muerte en su seno. (...).

Escribí en Sombras densas cómo nos asusta más el declive del cuerpo que la muerte. La evolución del tópico artístico de la Muerte y la Doncella me parece un buen ejemplo de la manera en que culturalmente somos capaces de dar la vuelta a un tema para escapar de nuestra sombra. Existen otras interpretaciones sobre el tema que la misma autora, Céline Fons, aborda en profundidad en su tesis de maestría: La Jeune Fille et la Mort:  le sacrifice volontaire dans les tragédies d'Euripide




20 de octubre de 2012

Sombras densas


Ramón Casas Carbó, La Sargantain, 1907

A finales de octubre las sombras ralentizan el paso y se vuelven densas como fantasmas que tocan levemente nuestras manos cuando caminamos por las calles en las que empiezan a amontonarse las primeras hojas caídas. La víspera de Noviembre se recordará a los que ya partieron, y la muerte ocupará un lugar en las mesas de los vivos, como una invitada de honor. Calladas o ruidosas, estas celebraciones pueden ser una manera de reencontrarnos con nuestra sombra, pero también de seguir huyendo de ella.

Hace ya algunos años, el Ciclo Anual  sigue a la semilla en su viaje de las profundidades a la superficie de la tierra y, después de la flor y el fruto, el regreso al origen. En el ciclo de la semilla este es el tiempo que se encuentra más allá de la madurez, el último tramo del camino de la superficie, la vejez. Tras la muerte vendrá la fase de la putrefacción, el desprendimiento último que permitirá una nueva germinación.
El pesar que puede causarnos la idea de la muerte, a menudo no es nada en comparación con el horror que nos supone el natural declive del cuerpo; el abrazo último del tiempo que nos devolverá a la desnudez de los huesos, y finalmente a la tierra misma, nos espanta al recordarnos nuestra fundamental vulnerabilidad. 

La Tierra nos recuerda que el tiempo que tenemos para andar sobre su superficie está contado y tarde o temprano volveremos al mismo limo del que nos levantamos. La Tierra nos recuerda también a la vejez, la enfermedad y el dolor que afectan a nuestro cuerpo físico y - aunque muy equívocamente -, con nuestra tendencia a los placeres "mundanos" y el sufrimiento asociado a nuestro apego a los mismos.

La Tierra es una gran maestra a la que demasiado a menudo se prefiere desoír, sus enseñanzas se desdeñan con frecuencia por parecer demasiado familiares o básicas, sin caer en la cuenta de que a penas conocemos la superficie del mundo que habitamos y de que poco podremos levantar sin una buena base. Nos ve correr como niños en nuestros juegos de aire, fuego y agua, sabiendo que cuando llegue el momento nos sentaremos a meditar en sus faldas y que por más que ese momento nunca llegue, agotados ya los días de nuestra vida, volveremos a su seno.

A pesar de su crucial importancia en el camino del aprendizaje, los procesos de descomposición suelen ser un punto ciego en la contemplación de los ciclos - salvo por aquellos que se detienen, fascinados, en ellos, produciendo un desequilibrio en el sentido contrario -.  La putrefacción, que no es otra cosa que un abandono y una disolución necesarios para entrar en el Inframundo e iniciar un nuevo ciclo, causa el mismo rechazo que la sombra y es, en cierta medida, la sombra misma que viene a enfrentarnos para rendirse a un bien más grande de lo que hemos encarnado hasta el momento.

Cuando la muerte ronda cerca, cuando algo en nuestro interior nos avisa de que necesitamos terminar con una situación, alejarnos de unas circunstancias, abandonar una antigua forma de vida, cuando la parte de nosotros que permanece despierta huele el final de algo, nuestras sombras se hacen presentes, más corpóreas y amenazantes que nunca, señalando el límite de nuestro viejo ser y preguntándonos, insidiosas, si seremos capaces de cruzarlo o no.  Si no estuvieran allí nuestro miedo, nuestra angustia, nuestros apegos, ¿quién temería al cambio? Y sin embargo, la sombras deben estar allí, y al menos una parte de ellas cruza con nosotros, y se reintegra como fortaleza en la siguiente etapa de nuestra vida.

Ya he escrito acerca del poco respeto que, a mi entender, se guarda a las sombras, sin embargo,  por su naturaleza a la Sombra le trae sin cuidado la clase de respeto que socialmente se le pueda ofrecer. Está ahí desde que el humano es humano, en sus sueños y pesadillas, habita las vidas de todos y cada uno, y desempeña su sagrado papel, tanto si se aprovechan las oportunidades que brinda como si no. Pienso en la sombra como en una criatura feral, un ser al que no se ha sometido - ni se puede someter- por medio de embellecimientos artificiales, una realidad a la que no se puede engañar ni disfrazar, algo que escapa del control de nuestro ego, algo con lo que este ego se golpeará una y otra vez o se tropezará una y otra vez hasta cascarse como un huevo; algo que está ahí para ser reconocido y superado.

Si algo se puede decir acerca de la sombra, es que nunca trataríamos de usarla para ganarnos la simpatía  de otros... No es un dolor de garganta, es una diarrea, no es una imagen romántica de tristeza y languidez, es la ira, la rabia, la culpa. Es la envidia insana, los celos o el deseo desesperado de poseer, el momento en el que perdemos el control, las palabras de las que sabemos que nos vamos a arrepentir escapando de nuestros labios, o aquél silencio que no rompimos y resuena en nuestra cabeza porque no nos perdonamos el haberlo consentido; la desconfianza, la maldicencia, la torpeza y la debilidad y la falta de ánimo; el dolor físico que nos golpea y ante el que nada podemos hacer... Es una imagen fea, horrible, que nos devuelve el espejo; ya sea reflejando un cuerpo que se marchita, o un ánimo envilecido con causa o sin ella. 

No es algo que usaríamos para ganar el amor de otros, porque nuestro trabajo nos cuesta superar la vergüenza que nos produce y aceptar que, sencillamente, es algo que está ahí y que podemos querernos a pesar de ello. Y sin embargo, es absolutamente necesario aprender esto. Conocer nuestras sombras, identificarlas, tratar con ellas, irlas redimiendo a medida que tenemos la posibilidad. Porque en la medida que conocemos nuestras propias sombras podemos despreocuparnos de aquellas que el resto del mundo pueda proyectar en nuestro camino.

11 de octubre de 2012

Viajero


Tiffani Gyatso, Taming the tamed horse, sf


Me gusta el momento en que volvemos a viejos lugares no para reavivar recuerdos queridos, sino porque en ellos nos aún nos sentimos bien. Me gusta cuando esto sucede con las personas, y las historias de cada quién suponen sólo una parte de lo que significa estar allí.

Cuando yo era joven, muy joven, la palabra "viajero" resonaba en mi interior con un brillo mágico. Hacíamos planes de los lugares a los que iríamos, imaginábamos la gente que conoceríamos. Pero cuando yo era, a decir verdad, más pequeña que joven, nada estaba más lejos de mi mente que América. Yo pensaba en el mítico "Norte", en la nieve... en un exceso de imaginación podía coniderar Asia o Australia, pero no América.

Cuando yo era pequeña ya quería ser bruja, una bruja de la tierra, como las que yo había leído que una vez hubo en Inglaterra. El chamanismo, el vuduismo, incluso las religiones y espiritualidades oriental me parecían extrencicidades tan foráneas como el cristianismo o el islamismo. Se puede decir que tenía el mal, y tenía la cura; los planes de mi prisión mental incluían su ineludible derrumbe.
No puedo decir que viajé a México porque me atrajera el país, más que nada porque era prácticamente desconocido para mí. Pero yo quería entender cosas, hacer cosas, y creí sinceramente que allí me esperaba una oportunidad de aprendizaje. Y la hubo, de hecho, hubo muchísimas, como una plaga de ratas sorprendida saliendo en tropel de los rincones más inesperados. 

Cuando viajas, de verdad, a la antigua, y permaneces el tiempo suficiente en una tierra que no es aquella que te conoció tan bien, también la sensación de extrañeza se va diluyendo. A fuerza de contrastes y matices, de pérdidas, encuentros, equivocaciones e islas de inesperada paz vamos descubriendo de qué estamos hechos. Yo, por ejemplo, entre otras cosas descubrí que el cuerpo mediterráneo extraña el sol, las noches de verano en la playa, el color de los chopos y los arces en las calles de la ciudad, el olor del lecho de agujas secas de pino en la tierra, y su manera de crujir al caminar sobre ellas. 
Si hubiera viajado al "Norte" no hubiera resistido mucho, ahora lo sé. Pienso en toda la gente que "añora" este frío... qué aprendizaje sería para ellos vivirlo, la decepción que en muchos casos ocurriría (y en otros no). Pienso en la gente que habla de "añorar" el pasado, añorar los tiempos "gloriosos de la guerra", como si no hubiera habido suficiente, como si aún pudieran dar la espalda a la realidad de lo que una guerra es.

¨¨¨
Cuando viajas, y no eres un turista, te quedas a vivir en una tierra que va dejando de ser tan extraña a medida que nos enseña que las cosas no tienen porqué ser como las creímos, las aprendimos o las imaginamos. Que las cosas, de hecho, no tienen porqué ser ni siquiera cómo recordamos haberlas vivido. Cosas en las que nunca te habrías fijado, cosas ínfimas, tan asimiladas que nunca antes las habías visto. No importa cuanto intentes prevenirte, siempre serás sorprendido.

Cuando viajas de esta manera conoces las diferencias y los matices que pueden haber entre dos mundos que se rozan, dos mundos que se supone que forman parte del mismo plano material. Entonces  empiezas a plantearte qué diferencias puede haber entre los que conocemos, y los "otros" mundos. A regañadientes tal vez, comprendes que no eres de un mundo o de otro, que no te pertenecen ni tu les perteneces. Que transitas - que transitamos- durante un tiempo que se nos ha dado, cuya medida desconocemos.
Estas experiencias que nada parecen tener de mágico rompen el caparazón de lo habitual y empezamos a ver que la realidad es más amplia de lo que sospechábamos, poco a poco, no sin dificultades aprendemos a anidar en la incertidumbre, forzados a confiar en ella.
Pero, de alguna manera, siempre habrá quien continúe manteniendo sus viejos sueños lejos de cualquier realización, asegurándose de que nunca se cumplan. Siempre habrá quien en vez de derrumbar, o simplemente salir, de su cárcel mental pretenda encerrar a otros en ellas.

Cuando vas de uno a otro mundo, lo primero que caen los las etiquetas. Caen porque no en todos los mundos las palabras tienen tanta incidencia como en el nuestro, y porque hay experiencias a las que las palabras sólo pueden acercarnos, como un pañuelo podría acercarnos al contorno de un objeto invisible que cubriera. Cuando viajas a estos otros mundos, dejas una parte importante de ti en el camino. Sacrificas un viejo "yo", hecho girones por las espinas del camino, como señal para poder avanzar por el sendero del descenso. Lo que tenías, ya no sirve. Tienes que aprender a llevar contigo sólo lo que puedas llevar, no sólo físicamente. Aprendes, también,  que en ocasiones, las distancias físicas significan poco. 

Y a la vez que te vas familiarizando con lo que no conocías, vas convirtiéndote en una extraña tanto entre aquellos de la tierra de la que procedes, como entre aquellos que habitan el territorio al que te diriges. No tienes un lugar al que volver, sino lugares a los que ir y cosas que hacer. Y el sol sigue saliendo.

30 de agosto de 2012

Los caminos del sol

Camille Seaman, The Big Cloud, 2012

Hace unas semanas necesité redactar una breve presentación... es un ejercicio que me resulta siempre difícil, en el que por lo general - y aún sabiendo que eso no es del todo correcto- acabo citando algunas de las cosas que he hecho y recordando algunas personas que son importantes para mí. Algo después de terminar con el trámite me di cuenta de que en el resumen de mi trayectoria en el camino, no había citado ni una de esas sombras voraces que me han perseguido, a veces, por años.  

De poco serviría aparentar que no han sido nada importante, gran parte de mi aprendizaje lo debo a  esas sombras gigantescas que asomaban en cualquier rincón gritando sencillamente los nombres del vacío y la eternidad, mostrando después la miseria en la que puede caer la humanidad y, de vez en cuando, sencillamente sosteniendo un espejo ante mis ojos. No es que no sean importantes, las sombras del camino están en cada palabra que pronuncio y en cada acción que realizo, si no se ven demasiado, es tal vez porque están en el lugar que les corresponde. 

Una de las cosas que me enseñaron es que es más efectivo - y tal vez más sabio- aprender a caer y levantarse rápido, con cierta naturalidad y sin hacer demasiado escándalo, que creer que somos tan perfectos y tenemos tanta razón que nunca vamos a tropezar. Que es más fácil vivir sin miedo cuando no importa perder que cuando estamos preocupados por mantenernos triunfantes e invictos. Y que contamos con más energía a nuestra disposición cuando nos mostramos tal como somos, que si tenemos que invertir parte de ella en sostener una máscara. 

La imagen que a menudo se evoca de los caminos solares es la de un espacio desértico dominado por un orden único, rígido y homogeneizador. Un sol abrasador, cuya luz ciega, que deja seca la tierra y la vuelve estéril, y que puede hacer lo mismo con las mentes y los corazones de aquellos que están bajo su influencia. Ciertos individuos se sienten identificados y buscan a toda costa convertirse en el líder que se sitúa en la cima de la jerarquía; pero muchas otras personas, tan desesperadas que quieren ser salvadas, se aferran al papel de sirvientes, e incluso al de esclavos, si es preciso.

Pero los caminos del sol son más viejos, más profundos, más sabios y amorosos que todo esto. Es fácil entenderlo si consideramos que los defectos que señalamos en un sendero o vía de conocimiento son, con toda probabilidad, pruebas del mismo que aquellos que lo recorren aún no han superado.  Todos los caminos del sol enseñan que, como el trigo, llegado a su punto álgido, el rey debe caer. Debe convertirse en alimento, entregarse, abandonar la corona, envejecer, morir, cruzar al reino de las sombras, ser desmembrado, perderse, y volverse a encontrar; reagruparse entorno a un núcleo esencial, y regresar al mundo de los vivos bajo una forma nueva, joven e indefensa, desnudo de cualquier antiguo privilegio, salvo el del ser. Y en todo este recorrido la tierra lo ve crecer, lo nutre y recibe sus restos en la oscuridad profunda y húmeda de la que volverá a surgir. Lo cierto es que tal vez más de la mitad del camino solar transcurre, bajo la tierra o bajo nubes de tormenta, entre las sombras maestras que han de irlo despojando de sus defectos ciclo tras ciclo.

Es necesario honrar a las sombras maestras, al peso de la decepción que destroza nuestras ilusiones a menudo que nos acercamos al conocimiento, a las espinas que rasgan nuestra vieja piel, en la que ya no cabíamos y permanecíamos atrapados, a los golpes terribles que derrotan nuestras resistencias y nos liberan de los miedos. A las heridas que se convierten en umbrales que cruzamos hacia una existencia que sencillamente no nos habríamos atrevido a imaginar. 
Tengo la impresión que en la actualidad, aunque se hable más de ellas, se tiene más miedo que nunca a estas viejas maestras, a tal punto que existe una cierta irreverente y prácticamente enfermiza compulsión por tratar de domesticarlas, de empequeñecerlas, de fingirlas, incluso de comprarlas y aplacar mezquinamente las exigencias que la propia alma levanta ante la intuición aún lejana de la auténtica presencia de las sombras. 

Resulta mucho más sencillo, sin embargo, disfrutar de cada detalle, mientras esto sea posible, vivir sin miedos y pagar el tributo de las sombras en el momento en que llega, sin pensarlo más de la cuenta; confiando en que aún cuando un universo entero deba perderse, otro surgirá en su lugar.