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22 de junio de 2013

La venganza



Hay preguntas que aparecen en un momento cualquiera, como si fueran inocentes, y empiezan a caminar a nuestro lado.  Un día nos damos cuenta de que nos han acompañado por tanto tiempo, que prácticamente se puede decir que han crecido con nosotros, que ha habido una especie de influencia mutua, que a fuerza de descubrie y atesorar elementos para formar una respuesta, al planteamiento inicial no le ha quedado más remedio que reformularse o verse desbordado.
Hace más o menos una década alguien me preguntó qué opinaba de la venganza. Por supuesto, entonces no  le daba demasiada importancia... El tiempo se encargó de dar un sentido a aquello. Supongo que es una de esas cuestiones para las que no hay una respuesta correcta o incorrecta, sólo un posicionamiento existencial que se traduce en una guía para dirigir nuestras vidas.

Ahora puedo decir con toda seguridad que la venganza me parece un desgaste inútil y contraproducente, y que la venganza y el castigo son una y la misma cosa. Tanto el discurso oficial como el de la contra llaman a rechazar la violencia, sin embargo en nuestra sociedad se hace todo lo posible para justificar su uso, como si realmente temiéramos que la violencia pudiera desaparecer de nuestras vidas. Creo que en parte esto se debe una pereza terrible, o a la falta de imaginación y empeño en la búsqueda de auténticas soluciones. En cualquier caso, el afan de venganza me parece una de esas muestras de ignorancia a las que nos acostumbramos de tal manera que a penas notamos ya lo que son.

Demasiadas personas parecen cargar con un puñado de primeras piedras en los bolsillos, como si ellos no tuvieran nada que ver con las situaciones que los rodean y por las que se consideran afectados. A veces hay tantas piedras esperando su turno de ser lanzadas que ya no caben en los bolsillos y se tienen que llevar en las manos, impidiendo que éstas puedan hacer cualquier otra cosa. A veces hay tantas piedras que la persona que las lleva debe desistir de hacer cualquier otra cosa que sentarse a amontonar piedras, y vigilar que nadie pase por allí y se las lleve. Eso es el resentimiento.

Hay momentos en los que declaramos con condescendencia que no quisiéramso vengarnos de nadie, pero que nos gustaría que otra persona sufriera lo que nosotros hemos sufrido para comprender. La vida tiene lecciones para cada uno de nosotros, y por más que se diga, lo cierto es que el sufrimiento es un pésimo maestro. Aquello que aprendemos de las situaciones dolorosas sólo llega una vez hemos conseguido dejar atrás (o trascender) el sufrimiento, nunca  mientras lo vivimos. La experiencia del sufrimiento es completa, tiñe toda nuestra percepción de la realidad; es como una herida abierta por la que se escapa toda la fuerza con la que podríamos estar haciendo otras cosas, por ejemplo, algo que sirviera para ayudar a otro.


Lo cierto es que cuando alguien a quien queremos sufre, incluso si esto fuera un castigo merecido, quisiéramos creer en la posibilidad de que su padecimiento pudiera ser aliviado.  Si hemos pasado por lo mismo, o algo parecido, es posible que intentemos acompañarlo en el proceso, pero pronto nos daremos cuenta de que todo cuanto podemos hacer es esperar en la puerta del laberinto del que tendrá que salir por sí mismo, y sólo entonces encontrará el sentido a lo que sea que le hayamos ido diciendo mientras esperábamos. Para que las personas comprendan cualquier cosa es necesario salir del sufrimiento. El único maestro es el amor (lúcido), la capacidad de vernos en el otro, de ponernos en su piel y, al mismo tiempo, observarlo desde la distancia, tal como es, libres a nuestra vez de apegos y condicionamientos.

Nombrar la venganza es remover cosas que quedaron en el fondo, tirar de hilos que aún duelen. Por lo general no pensamos en vengarnos o castigar, pero queremos creer que la vida o la justicia divina lo harán por nosotros, que nuestro resentimiento está justificado. Y así damos vueltas y vueltas buscando el perdón - tanto el nuestro como el ajeno-, y huyendo de él al mismo tiempo, como un perro que persigue su propio rabo. La única manera de liberarnos de esta condena es aprender a soltar, a dejar ir. Aprender a perdonar y, sobretodo, a perdonar las faltas que hayamos podido cometer contra otros o -sobretodo- contra nosotros mismos, aunque fuera por ignorancia o inconsciencia. 

La culpa es más inútil que cualquiera de los errores que hayamos podido cometer. Esto no significa una trivialización de los daños cometidos, y no justifica nada; sólo subraya el hecho de que no se puede cambiar nada de lo que ya ha sucedido, y cualquier cosa que pueda hacer partirá del presente en el que nosotros, u otros, nos encontremos. Ya he dicho que se trata de una elección personal; creo de verdad que hay suficiente sufrimiento en el mundo, y que no necesitamos más.  Preferiría que las personas - yo me incluyo- pudiéramos aprender, ganar conciencia y resarcir nuestras faltas ayudando a otros a estar mejor, en vez de desperdiciar el regalo de la vida encerrándonos en el castigo, propio o ajeno.

No hace mucho hablaba con un amigo de cómo nuestras redes son más amplias de lo que solemos imaginar. Hacemos algo por alguien y esperamos (aunque no lo confesemos) que, a su debido tiempo, esta persona haga algo por nosotros a su vez. Pero la cosa no suele funcionar así. Hacemos algo por alguien, en un momento dado, porque en ese momento podemos y queremos hacerlo; a su debido tiempo el Universo nos devuelve el favor, a menudo a través de personas a las que tal vez no conocemos demasiado, pero están allí en el momento adecuado. En muchas ocasiones nos encontraremos con que no podemos devolver un favor a la misma persona que nos lo ha hecho, pero sí podremos hacer un bien a otra persona que lo necesite, aunque no la conozcamos mucho, porque estaremos en el lugar y tiempo adecuados y que nuestro turno ha llegado. Se trata de ampliar un poco nuestra área de observación e interacción.

Con el perdón sucede lo mismo, no creo que alguien que nos haya hecho daño pueda resarcirse tratando de compensárnoslo, sobretodo teniendo en cuenta que los daños reales no tienen compensación posible. Pero sería suficiente si en algún lugar de nuestra mente pudiéramos dar permiso para que esta persona tenga una segunda oportunidad de hacer el bien a otros. Esto significa dejar la puerta abierta para que cuando alguno de los nuestros, o nosotros mismos, sea el que caiga en el error, el que se vea separado y enviado a los infiernos de la propia conciencia, tenga al menos una oportunidad de volver al hogar - allí donde el amor espera con paciencia infinita - tarde o temprano.

Ayer fue el solsticio de verano. Honramos al Sol, en su esplendor, pero es mi turno de invitar también a las Sombras que lo acompañan en su viaje. Hablo de culpa y de castigo, de perdón y redención, de resentimiento y amor. Sé que alguien por ahí -y alguna parte de mí misma- me reprochará que esto suene demasiado New Age o tal vez incluso algo cristiano...  Pero también conservo la esperanza de que algún día nuestras tradiciones hagan por nosotros algo más adiestrarnos y sacarnos a pasear como perros, tirando de las cadenas que nos ponen al cuello si nos acercamos a oler unas matas alejadas del camino que trazaron para nosotros, y amonestándonos si intentamos saludar a la criatura que salga de entre ellas.
Las etiquetas me sobran. En todos estos años la vida me ha llevado a muchos lugares en los que las palabras se convierten en trampas, estamos ahora en una de esas fronteras que avanzan y retroceden, tan simple como el eterno juego del mar y la arena en la playa, del mar y el cielo en el horizonte. Fronteras que se disuelven por un momento ante nuestros ojos, para acompañarnos de la mano más allá de los límites impuestos por la apariencia de dualidad.

Y ésta, diez años después, es mi respuesta.