Páginas

26 de noviembre de 2015

Las palabras no escritas




Decir que escribir es trazar letras es sólo una verdad a medias, porque garabatear una lista de la compra, o teclear un memorandum es escribir también, y no es lo mismo que ese impulso de tejer con palabras una visión del mundo que a algunos especímenes nos asalta constantemente, aún -y a veces especialmente- cuando no tenemos tiempo de pararnos a plasmar esas palabras de forma ordenada o al menos inteligible. 

Las palabras nos acompañan, allá donde vamos, como avecillas encantadas que se enredan en  nuestros cabellos, recreando en la memoria texturas, matices de luz, paletas de colores que encontramos a nuestro paso y que quisiéramos retener por algunos segundos, que nos traen ecos de viejas historias, o refulgen como el presagio de alguna nueva.  

A través de esas palabras, efectivamente escritas o no, entendemos o al menos experimentamos las realidades e irrealidades que nos roden o nos habitan, y en las que a veces nos perdemos como un pequeño bote a la deriva en un mar de límites imprecisos. Un océano que, de vez en cuando, oscuro y embravecido nos obliga a tirar por la borda todas esas palabras y nos sume en ese silencio que significa el desgarro de un velo o un telón que se levanta hacia un universo insospechado en el que nos adentramos tan desnudos e indefensos como llegamos a la vida.

El silencio empieza como un punto y aparte, luego se prolonga sin explicaciones ni excusas, blanco como las hojas o pantallas que esperan; negro como las noches que pasan tan iguales unas a otras que cabalgan como oscuros caballos sobre el sangrante sol de los días heridos. 

Hay caminos que no llevan a ningún lado, ni permiten la vuelta atrás. Caminos que nos enseñan que todo nuestro mundo es una gran ficción sostenida por finísimos hilos, condenada a derrumbarse cada cierto tiempo del mismo modo que una hoja caduca se desprende del árbol, por mucho escándalo que pueda armar nuestra eterna resistencia a lo grande, incluso cuando se manifiesta a través de nosotros mismos.

Como un gigantesco reloj de arena al que el mismo Tiempo diera la vuelta para reiniciar su cuenta, el perderse lleva a encontrarse, el vacío lleva un nuevo principio y el silencio a la palabra que enraíza en él, como el día surge de la noche, despertando en nuevas formas la sangre o la luz otrora derramadas, con o sin sentido.

A veces despertamos arrastrados por las olas en una solitaria orilla, sin recordar el naufragio ni tener demasiado claro hacia dónde dirigir nuestros pasos en cuanto podamos levantar nuestro cuerpo adolorido. Pero vivos al fin y al cabo, conscientes y con una palabra de agradecimiento en nuestros labios que no precisa ser pronunciada.